📍 Lugar: Barrio cheto y húmedo de la provincia de Buenos Aires
🎵 Para leer escuchando: marjorie – Taylor Swift
🐾 Conmigo: Killari, la lluvia, un mate calentito, un sábado de esos que invitan a la melancolía
Hoy llueve. Llueve mucho. De esa forma que obliga al cuerpo a sentarse y al alma a recordar. Estoy en un barrio muy bien peinado de la provincia de Buenos Aires, tomando mate con Killari y pensando en que mi abuela está empacando su historia en cajas.
Después de cincuenta años, mi abuela se muda. La casa que fue hogar de mi mamá, de mis tías, de mi tío, de mi abuelo. La casa que fue también, aunque nadie me lo pidió ni me lo explicó nunca, mi casa. Mi verdadero hogar. Aunque tuviera otra casa, con mis papás y mi hermana, la de mis abuelos siempre fue el centro de gravedad. El lugar donde sentí que pasaba la vida. Que pasábamos todos.
Pienso en su jardín, mi lugar favorito en el planeta. Esa mezcla de mundo secreto y escenario de anécdotas inolvidables: el sol de invierno y las mandarinas dulces, los chismes familiares compartidos en verano sentadas en la vereda, el leña hogar que se convertía en corazón de la casa cuando hacía frío, el piano que sonaba en las fiestas mientras nosotros comíamos turrón sin culpa, el limonero de adelante, la compu de escritorio desde la que mis abuelos aprendieron a usar Facebook y a compartir fotos pixeladas con orgullo.
El silencio sagrado de la siesta, cuando había que caminar en puntitas de pie porque el abuelo dormía. Las caminatas hasta la plaza de la vuelta. La tortilla a la parrilla de la esquina, que rivalizaba con cualquier estrella Michelin. Las risas de los primos, que hacían vibrar las paredes. Los abrazos. Las navidades. El piano, otra vez. Todo eso vive ahí. En esa casa.
Hace más de siete años que el abuelo se fue. Yo digo que se fue de gira, porque era músico, pianista, artista de otros mundos. Y en estos últimos años, la casa dejó de ser de ellos y se volvió de ella. De mi abuela. Sola, pero nunca apagada. Y la casa, como si entendiera, se fue poniendo vieja. Grande. Un poco vacía.
Hasta que un día, ella empezó a brillar de nuevo. A retomar su vida, su ritmo, sus costumbres. A recuperar su energía y su magia. Y entonces la casa, esa que guardaba tantos momentos preciosos, empezó a sentirse como lo que era: una etapa cerrándose.
Nietos adultos, vecinos jubilados, un piano que ya no suena. El eco de las voces es el mismo, pero el tiempo no. Y es hermoso y es triste y es profundo.
Ahora se muda a otra casa. Un poco más chica, más cerca de sus hijas, con un árbol de mandarinas en el patio (como si el universo supiera lo que hacía). Y esa sí será la casa de mi abuela. No la casa donde vivió con alguien más, ni la casa donde todos íbamos a ser nietos al mismo tiempo. Será su espacio. El lugar donde pueda desplegar su presente, sus mates nuevos, sus plantas, sus ganas.
Y me emociona. Me parte y me repara a la vez. Porque lo que dejamos atrás es sagrado. Pero lo que viene, también.
Yo sé que van a haber nuevos recuerdos. Nuevas risas. Nuevos veranos y nuevas tortas. Pero mi amor por esa casita de infancia, con su piano y su leña y su jardín de mandarinas, va a ser eterno.
Fue mucho más que una casa.
Fue mi sueño.
Fueron ellos.
✍️ Cositas random que pensé esta semana pero no desarrollé:
El mate con lluvia sabe distinto. Más espeso.
Debería haber un perfume que huela a "comedor de los abuelos".
El concepto “mudarse” me da una ternura feroz. Como si uno se estirara.